La infalibilidad del Papa, divina promesa de salvaguarda contra el error doctrinal (II)
ESTUDIO DE LA INFALIBILIDAD SEGÚN LAS ENCÍCLICAS PONTIFICAS EN SU INTRODUCCIÓN DOGMÁTICA
(Primera parte)
Este escrito se tomó de la Colección Completa de Encíclicas Pontificias 1830-1950 Tomo I. Preparada por las Facultades de Filosofía y Teología de San Miguel (Rep. Argentina) Editorial Guadalupe- Buenos Aires, 1952.
EL MAGISTERIO DE LOS APÓSTOLES
El poder de jurisdicción que Cristo confirió a los Apóstoles supone y exige el poder de enseñar a los fieles el camino que deben seguir para alcanzar su salvación; sin eso seria un poder ciego y peligroso. Jesús había dicho que si un ciego guía a otro ciego. Ambos caerán en algún pozo. Por eso después de su última cena les dijo Jesús a sus Apóstoles:
“Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente; a saber. Al Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conoceréis: porque morará con vosotros, y estará dentro de vosotros…; os lo enseñará todo y os recordará cuantas cosas os tengo dichas… Cuando empero venga el Espíritu de verdad, él os enseñará todas las verdades” (Juan XIV, 16-17; XVI, 13).
Y después de su resurrección les repitió la promesa:
“Recibiréis, sí, la virtud de Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y me serviréis de testigos en Jerusalén, y en toda la Judea y Samaria, y hasta el cabo del mundo” (Hech., I, 8).
Lo que Jesús promete, no puede dejar de cumplir, y así lo atestiguan los Evangelistas; poco antes de subir al cielo el Divino Maestro confirió a sus Apóstoles todo el poder:
¡A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra: Id pues e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado” (Mat., XXVIII, 18-20).
No es una sencilla habilitación para la enseñanza; es la colación de un verdadero poder de magisterio, com lo expresa más claramente el texto griego; más que “enseñad”, es “haced discípulos”. Todos los hombres deberán someterse como discípulos, y los Apóstoles enseñarán la verdad de una manera auténtica y eficaz, pues Cristo estará con ellos hasta el fin de los signos: “Yo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos” (Mat., XXVIII, 19). Y “el que creyere y se bautizare, se salvará: pero el que no creyere, se condenará” (Marc., XVI, 16).

Papa Pío XI
LA INFALIBILIDAD DEL MAGISTERIO
Para que el Magisterio de los Apóstoles cumpla la misión que les consignó su Divino Maestro, es necesario que los Apóstoles, al enseñar la divina palabra, no se equivoquen ni puedan equivocarse, es decir, que sean infalibles.
La Infalibilidad no es ni impecabilidad, ni omnisciencia; es el privilegio de no errar. Hay una infalibilidad esencial, exigida por la misma esencia del ser: y ésta sólo compete a Dios; y hay una infalibilidad participada, que Dios concede a alguna creatura en vista de determinados fines: de ésta hablamos (el no discernir bien estos conceptos, ha llevado algunos a cometer el error de dotar al Papa de una Infalibilidad esencial, cual si fuera Dios). Hay también una infalibilidad activa—enseñar—, y una infalibilidad pasiva—en creer—de cual prescindimos.
La infalibilidad que recibieron los Apóstoles es, pues, una infalibilidad participada, activa y al mismo tiempo restringida a la enseñanza de la Divina palabra. No debemos de confundirla con la Inspiración que recibían los Apóstoles y los Evangelistas al escribir las páginas de las Sagradas Escrituras. La inspiración es un don personal en que Dios usa del hombre, como instrumento de su revelación.
La infalibilidad es, al contrario, una prerrogativa inherente a la misión de los Apóstoles, y como ésta se hereda, se trasmite a los sucesores, así también se hereda y se trasmite la infalibilidad del Magisterio.
Todo esto es una verdad tan clara y evidente, que hasta el siglo XVI no había sido negada por ningún hereje. Fueron los protestantes los primeros que negaron el Magisterio auténtico de la Iglesia y de su infalibilidad. Más tarde los Jansenistas y el Conciliábulo de Pistoia volvieron a negarla, admitiendo solamente la infalibilidad pasiva del pueblo cristiano. Lo mismo repitieron los Modernistas, condenados por San Pío X.
Contra los errores hablan claramente las páginas del Evangelio. Fue a los Apóstoles y a sus sucesores a quienes dijo Cristo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”. Y Cristo no puede estar sino con la verdad. Fue a los Apóstoles y a sus sucesores a quienes envió Cristo a instruir a todas las naciones. A los demás sólo conminó con estas palabras: “El que creyere y fuere bautizado se salvará; el que no creyere será condenado”.
Así lo entendieron los Apóstoles, como lo indican claramente los Hechos y las Epístolas. A ellos y no a otros había entregado el ministerio de la palabra; a ellos y a sus sucesores, como Timoteo y Tito, había sido entregado el depósito de la fe, que sabrían conservar inviolado hasta la segunda venida del Divino Maestro. Oyendo sus palabras los fieles estarán seguros de oír la misma voz de su Buen Pastor.
Todo esto realmente lo podemos deducir de la naturaleza misma de la Iglesia, instituida por Cristo para conducir a la vida eterna a todos los fieles de todos los tiempos hasta la consumación de los siglos.
EL SUJETO DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO
A Pedro y a los Apóstoles entregó Cristo el poder de enseñar a todas las naciones, poder no personal sino inherente al cargo apostólico y por lo tanto trasmisible a los sucesores legítimos. Así pues el sujeto del magisterio infalible entregado por Cristo a su Iglesia no puede ser otro sino los sucesores de Pedro y de sus Apóstoles, es decir el Romano Pontífice y los Obispos unidos con él.
Ya hemos visto que los Protestantes negaron tan fundamental doctrina, al negar la misma existencia del Magisterio. Los Galicanos atacaron directamente los derechos del Romano Pontífice, y con ocasión del Gran Cisma Occidental, proclamaron al Concilio superior al Papa.
Esta doctrina, inventada por Pedro de Aliaco y J. Gersón, fue aprobada por el Concilio de Constanza en su 4ª. Sesión, condenada posteriormente por el Sumo Pontífice. Después fue nuevamente divulgada por los Galicanos del siglo XVII, siendo incluida en 1682 en la Declaración del Clero Galicano. A ellos se siguieron los Josefistas, los Regalistas y, después del Concilio Vaticano, los Viejos Católicos de Döllinger.
Contra estos errores es bien clara la doctrina católica, compendiada por el Concilio Vaticano es esta magistral declaración: Enseñamos y declaramos como dogma revelado por el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cuando en calidad de pastor y doctor de todos los Cristianos, con su suprema autoridad Apostólica, define que alguna doctrina relativa a la fe o las costumbres debe ser abrazada por toda la Iglesia, en virtud de la asistencia a él prometida en la persona de San Pedro, posee aquella misma infalibilidad, con que el divino Redentor quiso armar su Iglesia, para definir una doctrina relativa a la fe o a las costumbres; y que por lo tanto estas definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no en virtud del consentimiento de la Iglesia” (Denz. B., 1737).
Vemos pues que tanto el Papa por sí, como sucesor de San Pedro, como la Iglesia Docente, es decir, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, constituyen el sujeto del Magisterio infalible de la Iglesia. pero no igualmente.
Los Obispos, considerados aisladamente, cada uno en su diócesis, tienen un Magisterio auténtico, pero no infalible, de las verdades cristianas. Lo mismo podemos decir de los Obispos en Concilios provinciales (reunión de los Obispos de varias provincias eclesiásticas, presidida por un Legado Pontificio). Sólo cuando están reunidos en un Concilio Ecuménico son infalibles los Obispos, pero aún entonces entre ellos debe de estar el Pontífice Romano, no sólo porque a él pertenece el derecho de presidir el Concilio (generalmente por medio de uno o más Legados) sino porque las definiciones del Concilio no son infalibles y definitivas sino después de la confirmación personal del Romano Pontífice.
También son infalibles los Obispos cuando, aunque dispersos por el mundo, enseñan juntamente con el Romano Pontífice, alguna verdad como doctrina de fe.
LA INFALIBILIDAD DEL ROMANO PONTÍFICE
Ya sabemos que el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, goza de la misma infalibilidad que Cristo dio a su Iglesia, y a Pedro en particular, al entregarle la suprema autoridad des su Iglesia. Pero no todo lo que el Papa dice o enseña es infalible, sino solamente cuando habla ex cathedra.
Para que el Romano Pontífice hable ex cathedra, se requieren varias condiciones:
a) El privilegio de la infalibilidad puédese decir personal del Romano Pontífice porque todos los sucesores de Pedro lo heredan y lo poseen independientemente del consentimiento de la Iglesia; pero para ser infalible, el Papa debe hablar como Pastor y Doctor de todos los cristianos. No es infalible, por tanto todo lo que el Papa dice como doctor privado o como simple Obispo.
b) Además se requiere que hable con la plenitud de su suprema autoridad Apostólica, porque, aún hablando como Pastor Supremo, puede no usar de toda la plenitud de su potestad.
c) Debe también claramente constar su intención de definir, es decir, de dar un juicio definitivo e irreformable, obligatorio para toda la Iglesia. Eso no quiere decir que deba usar una determinada fórmula.
d) Por fin se requiere que se trate de alguna doctrina relativa a la fe y las costumbres; por lo tanto no solamente las verdades reveladas pueden ser objeto de la definición pontificia, sino también todo lo que halla necesariamente conexo con la revelación.
PRUEBAS DE LA INFALIBILIDAD PONTIFICIA
De la misma naturaleza del Primado de Pedro podemos deducir la infalibilidad del Romano Pontífice. En virtud de su primado el Papa es jefe supremo de aquella Iglesia a la que Cristo dio el privilegio de la infalibilidad en materia de fe y de costumbres. Si el Papa pudiera errar al hablar ex cathedra, o la Iglesia sería llevada al error, y por tanto dejaría de ser infalible, o el Papa dejaría de ser jefe supremo de la Iglesia. Lo uno como lo otro contradicen la palabra divina de Cristo.
Cristo constituyó a Pedro fundamento de su Iglesia (Mat., XVI, 16), es decir, principio eficiente de su firmeza y de su unidad. Si Pedro, pues, errará, toda la Iglesia perdería su unidad y su firmeza.
Cristo afirmó que el poder del infierno no prevalecería contra su Iglesia, fundada sobre Pedro; con mayor razón no prevalecerá contra Pedro, pues, si este fuera inducido a error, arrastraría toda la Iglesia fundada sobre él.
Cristo constituyó a Pedro como Pastor Universal (Juan, XXI, 15), a quien todos, fieles y obispos, deben seguir como ovejas y corderos. Y Cristo no puede obligar a que la Iglesia universal siga el camino del error.
El mismo Primado de Pedro, pues, exige y supone la infalibilidad del Romano Pontífice.
Pero además la Sagrada Escritura nos da pruebas directas de la infalibilidad pontificia.
En San Lucas XXI, 31-32: leemos estas palabras: “Dijo también el Señor: Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos, como el trigo. Más yo he rogado por ti a fin de que tu fe no perezca; y tú, cuando te arrepientas, confirma a tus hermanos”.
Aunque poco antes Jesús había hablado a todos los Apóstoles, en las palabras que acabamos de citar se dirigen exclusivamente a Pedro, como lo indica claramente el texto: “Simón, Simón…, por ti…, tu fe…, tú…, tus hermanos”. Y en esas palabras se le promete a Pedro la infalibilidad perpetua (más no absoluta) en el ejercicio de su Magisterio Supremo. Infalibilidad—porque su fe no perecerá y confirmará la fe de sus hermanos. Infalibilidad perpetua—porque Cristo no pone ninguna limitación a su promesa: porque esa infalibilidad proviene de su Primado que es perpetuo, como fundamento que es de la Iglesia. en el ejercicio del Magisterio Supremo—porque se le encarga a Pedro confirmar en la fe a todos sus hermanos, sean ellos simples fieles. Sean ellos obispos, reunidos o no en concilio, esto es, en otras palabras, el ejercicio del Magisterio Supremo.
Errar por ignorancia en esta materia referente a la infalibilidad que Cristo nuestro Señor quiso que tuviese su primer Vicario en la tierra y después de él, sus sucesores, malo es, pero empecinarse en negarla, una vez conocida, es muchísimo peor.
Tanto en esta ocasión, como en otras, F. C. ha explicado a la perfección , como lo hizo el Concilio Vaticano I en su día, en qué consiste esta infalibilidad, explicación que hasta un niño sería capaz de comprender, como comprende que el agua moja y el fuego quema.
El principal asunto debatido por este concilio fue la infalibilidad papal.
FC: hubo otros temas además de el de la Infalibilidad, también de gran importancia, como el dogma del Primado de Jurisdicción, definido en la misma constitución dogmática Pastor Aeternus.
Esta herética doctrina católica romana enseña que cuando el papa habla ex cathedra está libre de error cuando se refiere a asuntos de fe y moral, habiendo sido iniciada por Pío IX (1846-78).
Esta doctrina del sistema católico romano fue aprobada y definida por este concilio como un dogma de fe, aunque no pocos obispos se declararon contrarios a él, y se resume lo aprobado así: El romano pontífice, con la asistencia divina que recibe, goza de la infalibilidad, prometida por Cristo a su iglesia, cuando habla ex cathedra, como pastor y maestro universal de la «iglesia», en virtud de su autoridad apostólica, al definir una doctrina que debe ser tenida por verdadera por la «iglesia»; lo cual hace que las definiciones del papa sean irreformables, pero sólo en materia de fe y de costumbres. Aunque esta potestad puede ejercitarla el papa por sí solo, muchas veces lo hace a través de los concilios ecuménicos, los cuales no pueden desaprobar esas «infalibles definiciones papales». La infalibilidad papal es una consecuencia y necesidad de su primado.
FC: quienes se opusieron a la definición de la Infalibilidad fueron dirigidos por el hebreo Jacobo Schwarzenberg, cardenal de Praga y pariente del Maharal. De ahí surgen los «tradicionalistas» de la línea de Lefebvre, quienes odian la dicha definición y además utilizan precisamente los mismos argumentos sofistas que Schwarzenberg.